por Manuel Cabieses
“Las desigualdades en Chile son excesivas, inmorales, intolerables”.
SEBASTIAN PIÑERA, presidente de la República
(Discurso en el 80º aniversario del diario “La Segunda”, 27 de julio de 2011)
SEBASTIAN PIÑERA, presidente de la República
(Discurso en el 80º aniversario del diario “La Segunda”, 27 de julio de 2011)
Resulta difícil para muchos aceptar que en Chile estamos viviendo una
verdadera revolución, en este caso un proceso de profundos cambios que
llevarán a término la democratización que dejó a medio camino la hoy
agonizante Concertación de Partidos por la Democracia. Como toda
revolución verdadera, es diferente y sorprende incluso a sus propios
actores, pero sobre todo, a las fuerzas conservadoras encargadas de
mantener incólume, a sangre y fuego, el orden heredado. Así ocurrió en
Chile en 1970, y vuelve a suceder hoy en condiciones bien diferentes.
Esta revolución -con un sello juvenil e imaginativo- no pretende
derrocar al gobierno ni tomar el poder, ni reemplazar el sistema
capitalista por otro más justo que no se sustente en la propiedad
privada de los medios de producción. Aún no es hora.
La palabra “revolución” para definir al bullente movimiento de
estudiantes que desde hace tres meses conmueve al país, no es excesiva.
Los jóvenes han tomado las banderas de la protesta social de amplios
sectores -incluyendo las usualmente pasivas capas medias-, y las han
proyectado al futuro, libres de todo reduccionismo dogmático y del
cálculo pequeño que ha envilecido la política nacional. Basta observar
el cambio producido en el plano de las conciencias. El pensamiento
revolucionario ha ganado su primer y más importante enfrentamiento:
nadie hoy se atreve a poner en duda la legitimidad de las demandas
estudiantiles y ciudadanas.
Un avezado revolucionario como Fidel Castro, sostiene que la “batalla
de las ideas” es el principal desafío al que están convocados los
rebeldes de nuestro tiempo. Allí fue, en efecto, donde sufrimos nuestras
derrotas más importantes. El caso de Chile es muy aleccionador. La
generación de los 70, cuyos sobrevivientes -partidos, grupos y personas-
sólo pueden aspirar hoy al honroso papel de ponerse a disposición
incondicionalmente de los nuevos liderazgos político-sociales, sufrió la
pérdida de miles de compañeros y compañeras muy valiosos. Pero fue en
lo ideológico donde la derrota fue aún peor. Son los nietos de aquella
generación los que han tomado en sus manos el testimonio actual de la
eterna lucha por la justicia, la solidaridad y la igualdad de derechos
de los ciudadanos. La protesta social que encabezan los estudiantes -a
la espera que los trabajadores asuman su rol histórico-, ha logrado
instalar la necesidad de un cambio profundo en Chile. Se ha producido lo
que hasta hace pocos meses se consideraba imposible: que una clara
mayoría comparta la idea de que el modelo económico, social,
institucional y cultural que instauró la dictadura de generales,
almirantes y grandes empresarios tiene que ser modificado hasta en sus
raíces para abrir paso a la justicia social. Esta demanda por el cambio,
a partir de la exigencia de igualdad de derechos en la educación,
basada en una vigorosa denuncia de la desigualdad y discriminación que
padece nuestro pueblo en educación, salud, vivienda, salarios, etc., se
ha producido en un país de América Latina alabado como ejemplo por su
modelo de economía de mercado. Por eso el cambio que tiene lugar en
Chile en estos días, como fruto de una sostenida protesta social que se
dimensiona como una revolución, ha sorprendido al mundo. Pero también a
muchos chilenos privilegiados por el sistema que no percibieron la
indignación que estaba fermentando en las entrañas de la sociedad. Hoy,
después de tres meses de movilizaciones estudiantiles pacíficas -pero
agredidas por el atropello policial- es difícil encontrar defensores a
ultranza del modelo o que nieguen lo justo del reclamo de poner fin al
lucro en la educación. Hasta el presidente de la República, el connotado
empresario Sebastián Piñera, cuya fortuna asciende -dicen- a 2.400
millones de dólares, admite los “grados excesivos de desigualdad” social
que existen en este país y que a él le correspondería intentar
corregir. Lo mismo opinan políticos, empresarios y autoridades
eclesiásticas que desde la derecha y la Concertación intentan apagar el
incendio y salvar sus privilegios. Ellos balbucean su miedo ofreciendo
mediaciones, reformas constitucionales y -quizás- hasta tributarias si
los apretan un poco.
El temor y desorganización de las clases dirigentes revelan cómo la
batalla de las ideas se está resolviendo a favor del cambio. La
institucionalidad ha entrado en una etapa en que algunos de sus
usufructuarios alertan sobre el peligro de la ingobernabilidad, y otros
-en franco estado de pánico- invocan como de costumbre a las fuerzas
armadas para encargarse del trabajo sucio que creen inevitable. Los
administradores del sistema saben que la revolución democrática y
desarmada -que rescata los valores y derechos del ciudadano- pondrá fin
al modelo neoliberal y sus huellas se prolongarán en el tiempo. Con esta
revolución juvenil y creadora ocurrirá lo que sucedió con el cambio
cultural de los años 60, con el movimiento hippie, las repercusiones de
la revolución cubana y de la guerra de Vietnam, la independencia de los
países africanos y asiáticos, las jornadas de mayo del 68, en Francia, y
la “primavera de Praga”. Porque esta revolución en Chile ha dejado al
descubierto las tripas del sistema neoliberal, sumando evidencias
lacerantes a la crisis global que experimenta el sistema. La revolución
encabezada por los jóvenes chilenos es creativa, plural y
sorprendentemente ideológica en el más limpio sentido de la palabra. No
obstante su fuerza, no tiene un destino asegurado. Puede sufrir
considerables dificultades si termina atrapada en una institucionalidad
hábil en hacer trampas y en cooptar al movimiento social. Sin embargo,
las demandas de hoy en educación, salud, derechos sociales y políticos,
no tienen solución en el marco de la actual Constitución. Hay que volcar
esfuerzos en avanzar hacia una Asamblea Constituyente que elabore y
plebiscite la nueva Constitución democrática de Chile. Ese camino se
puede ver hoy con más optimismo, ha nacido un espíritu que lucha por
ideales que parecían perdidos. Se están trazando las líneas de un nuevo
Chile que recoge, sin decirlo y hasta olvidándolo, el sedimento de
muchas luchas victoriosas y derrotas terribles, de ejemplos buenos y
malos que no están -felizmente- en el primer lugar de las preocupaciones
de los jóvenes que se vuelcan al futuro y a la esperanza de un cambio.
Hay en nuestra dispersa Izquierda un agotamiento de lenguaje, de ritos y
exterioridades que debe ser asumido conforme a los ejemplos que están
dando los jóvenes. Ideas nuevas para problemas viejos y criterios
novísimos para los fenómenos emergentes.
Algunas demandas pueden resolverse ahora mismo, si se mantiene la
presión para lograrlo. Otras tomarán más tiempo, como la Asamblea
Constituyente. Hay demandas más complejas, como la renacionalización del
cobre, entrabada tanto por la Constitución actual como por las leyes
orgánico-constitucionales y hasta por los tratados de libre comercio
suscritos por los gobiernos de la Concertación. Lo importante es que lo
central está conseguido: se ha puesto en cuestión un modelo de
dominación que se creía inamovible. El rechazo al lucro en todas
aquellas cuestiones fundamentales para el individuo y su familia, el
respeto pleno al medioambiente, la vigencia absoluta de los derechos
humanos, la representatividad efectiva del sistema democrático y de los
mecanismos de consulta directa a la ciudadanía, el derecho a la
participación, se han instalado como objetivos legítimos en la
conciencia ciudadana. La “clase política” no podrá seguir rehuyendo su
responsabilidad de ayudar a abrir paso pacíficamente a la nueva época
que quiere vivir Chile. El cambio sólo asusta a la derecha económica y
política y a las cúpulas concertacionistas que validaron los remiendos
de la Constitución dictatorial, y que cifraron sus esperanzas de
estabilidad y ascenso social en éxitos macroeconómicos, olvidando que su
precio era la desigualdad y la marginación de grandes sectores que
ahora hacen oír su potente voz y que exhiben su enorme fuerza.
Extraido de Ciencias Sociales Hoy
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