11 de enero de 2011

No es sólo el binominal lo que debemos cambiar

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Nuestro actual sistema electoral se compone de tres tipos de votaciones populares: elección de Presidente de la República, elección de senadores y diputados; y la elección de alcaldes y concejales. Tanto la primera como la tercera no presentan objeciones públicas notorias, pero sí el sistema binominal.

El sistema binominal, con lista cerrada y voto único, fue introducido en Chile bajo el régimen de Pinochet. Dado que la derecha política dudaba de su capacidad de imponerse en elecciones generales, se intentó beneficiar a esta segunda fuerza política de ese momento.

Dichas características pavimentaron el camino hacia un pluralismo bipolar compuesto por la mayoría oficialista y la oposición. Una de sus desventajas es la formación de un cartel de élite que se reparte las candidaturas en las circunscripciones y distritos, que lleva aparejada la poca influencia del elector en la definición de sus representantes. Así, se genera una presión en pro de la votación de candidatos propuestos por acuerdo entre los partidos, los que comúnmente no cambian constantemente. Esto puede llegar a resultar en que el elector, que no puede expresar su voto según preferencias ideológicas, termine enajenándose de las elecciones, característica primordial de la desafección política actual.

En lo referido a las causas del binominal, autores como Peter Siavelis, Timothy Scully, Samuel y Arturo Valenzuela enfatizan en las razones mediante las cuales el régimen de Pinochet formuló el actual sistema electoral chileno: evitar el fraccionamiento de los partidos, sobre y subrepresentar determinadas fuerzas políticas y excluir a la izquierda.

El régimen de Pinochet hizo un esfuerzo concertado por modificar las actitudes de la población, de modo que disminuyera el apoyo a la izquierda. Intentó alterar la subdivisión partidista tradicional al someter a los partidos a nuevas exigencias legales y al modificar en términos drásticos la ley electoral para favorecer la competencia bipolar, en detrimento de la más débil de las tres tendencias (Scully y Valenzuela, 1993).

Hasta acá hemos visto los alcances más llamativos y comentados sobre el sistema binominal, pero eso no es lo único. Las contadas promesas y declaraciones de buena crianza democrática enarbolando cambios a este sistema han sido infructuosos, superficiales y sólo puestas en escena para flashes más, flashes menos. Justo la política que no queremos.

El hecho de que dos coaliciones duopolicen las fuerzas políticas en el poder legislativo, junto a la reelección indefinida de los parlamentarios, confabulan para acelerar el socavamiento de la política, su deslegitimidad y la creencia en que este mecanismo de relacionamientos y de distribución de poder no es una forma óptima y racional de resolución pacífica de conflictos.

El evidente conflicto de interés que generan en los parlamentarios las posibles modificaciones en el sistema binominal se transforma en el principal obstáculo para una mejor calidad de la democracia. Pretender que los honorables cambien dichas reglas del juego es iluso. Por ello, un mecanismo de decisión popular para alterar e intervenir este vicio antidemocrático podría ser un plebiscito, que interpele y remeza a la élite parlamentaria.
Este sistema binominal ayuda al clientelismo político al no permitir que los liderazgos circulen fluidamente y al capturar nichos de votos que se vuelven inmutables, a prueba de incumbentes profesionales. Parlamentarios incumbentes saben con anterioridad a las elecciones cuántos votos necesitan y de dónde sacarlos. Un sistema político predecible y poco competitivo es síntoma de una enfermedad compleja que pide a gritos una medicina que otorgue una vida saludable en el largo plazo.

Si la desafección y la falta de participación política en los procesos eleccionarios, que tanto preocupa a nuestra erudita y meritocrática élite, fuesen aspectos y características que efectivamente se quisieran cambiar, veríamos y apoyaríamos medidas como financiamiento público de campañas en jóvenes, mujeres, indígenas y discapacitados. También aplaudiríamos a rabiar el establecimiento de límites a la reelección en parlamentarios, alcaldes y concejales; tener la oportunidad de revocar a los representantes por ineptitud laboral y aprovechamiento de la investidura; poseer un firme mecanismo de accountability al poder ejecutivo y parlamentarios; contar con declaraciones de intereses y patrimonios fidedignas, y con una ley de regulación de lobby efectiva. Todas estas medidas, y otras por de pronto, pueden aportar para que la democracia sea valorada y para que nuestra política no muera de una tozuda vejez.

Extraido de SENTIDOS COMUNES

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